martes, 10 de abril de 2012

La duda

 El jueves pasado me di un paseo con mi familia por La Pastora, el zoológico. Ya es casi una tradición familiar echarnos la vuelta de vez en cuando. Y sí, eso que están pensando es verdadero: a qué ir si sale uno tan triste, si siempre verá los mismos animales más los que están encerrados, sufriendo.
En esta ocasión, las cosas no fueron muy distintas. Aves, leones, pumas, leopardos muriendo de calor, sin agua. Gente aventándole comida chatarra, tirando basura a diestra y siniestra. Comenzamos a levantar basura, yo creo que pensaron que éramos una cuadrilla de limpieza y la aventaban con menos remordimiento (menos, sí), sabiendo que sería levantada por nosotras.
                Más allá de la desgracia que todos sabemos, de la degeneración de la gente, de la apatía por el cuidado del mundo, que se refleja de forma evidente en La Pastora, quiero contarles otra anécdota con la que me permitiré realizar una breve reflexión.

                En el aviario del parque hace unos años construyeron un camino elevado de madera para que la gente pasara por ahí; antes no existía y los niños correteábamos a las aves, cada uno podía andarse entre las hierbas y los arbolillos, pisando donde quisiera pisar. Me imagino que dicho camino se hizo con el afán de que no se molestaran a las aves, separando al peligroso humano del animal.
                Pues esta vez, en el camino, había una gallina. Y que se arma el espectáculo: niños pateándola, adultos permisivos, señores intentando cargarla, señoras que querían acariciarla. La gallina, nada. Estaba ahí hecha un ovillo, picoteando a quien quisiera acercarse. No estaba empollando, sólo le dio la gana de estar ahí. Quizá estaba enferma.
Incluso hubo una mujer que, al ver la agresividad de la gallina, decidió cortar una vara de un árbol y dijo “con esto la voy a picar”. Mi familia y yo, instaladas al lado del animal, estuvimos pidiendo que le dejaran en paz. A la señora le dije “no manche, déjela tranquila”. Tiró la vara no sin antes echarle a la gallina un par de hojas encima de un árbol de por ahí. Padres que alientan a sus hijos para dañar al animal, lamentable.
Estuvimos 20 minutos mediando hasta que decidimos continuar porque ya parecía todo más tranquilo.
Al salir de ahí, mi novio y yo sostuvimos una plática: el conocimiento. Ninguno de los dos consideramos que los zoológicos tienen justificación para existir. El motivo por el que se supone lo hacen es para la conservación de algunas especies, para la educación y la conciencia entre la sociedad de la diversidad animal.
Concluimos que, terriblemente, para nosotros los seres humanos conocer es apropiarnos, adueñarnos. Ver otra cosa a nuestro servicio. No podemos conocer en la naturaleza al león, porque ahí nosotros corremos riesgo y por ende, no podemos ser dueños de nada. En cambio, si enjaulamos al león, si le damos altruistamente unas papas Sabritas que le arrojamos por entre las rejas, si le tomamos fotos y nos vamos satisfechos, entonces sí conocemos, porque lo tenemos a nuestro servicio, nos adueñamos de su lado salvaje, lo civilizamos.
El problema del conocimiento es que está muerto y nos mata. Es decir, es inamovible, no acepta críticas ni redefiniciones. El león es león porque tiene tal melena, se pasea en círculo tantos minutos en su jaula. Es lo que veo en el Discovery Chanel. Así, la gallina deja de ser un ser vivo que está a mi lado e integra mi mundo y comparte conmigo, y respira lo que yo también respiro. Es un objeto de conocimiento al que debo poseer: hay que picarlo, patearlo, violar su espacio y su ser.

La ciudad es mía porque la conozco: es mi ciudad. Me he apropiado de ella internándome en sus calles, mancillándola, estableciendo una idea inequívoca de lo que es mi ciudad, sus culturas, su religión, sus costumbres y tradiciones. No hay espacio para nada más.
Conocer es violar las cosas, corromperlas para ponerlas a nuestro servicio y disposición. Y en eso hay que incluirnos a nosotros mismos. Mucho escucho “me conozco y sé que no voy a cambiar” o “así soy y qué” o “el que me quiera, que me quiera como soy”.
Por eso estamos muertos. Sólo la muerte es inamovible: quien está muerto lo estará por el resto de la vida, sin discusión, sin nada. Pero el vivir implica una lucha que debe ser primeramente interna. ¿Quién soy? No lo sé. ¿Qué cosa es eso de ser? ¿Ser me cuesta mucho trabajo? ¿Existir me cuesta mucho trabajo que lo defiendo a capa y espada?
Una vez que cerramos lo que somos y no aceptamos nada más, estamos muertos. Nuestra lucha es interna porque mientras vivimos, lo que siempre nos acompaña es la duda.
El día que se muera la duda, la curiosidad, la comprensión, la empatía, estamos muertos nosotros también. Sin importar el puesto de trabajo, el número de casas, coches o la cifra bancaria. De hecho, convertirnos a nosotros mismos en nuestras pertenencias, como lo es el conocer, es un suicidio.
Que no se muera la duda. ¿Es que debo picotear a la gallina para conocerla? No. ¿Qué debo hacer? ¿Es que debo pisotear al ciudadano para representarlo? No. ¿Qué debo hacer? ¿Por qué estoy haciendo esto que hago? ¿Qué cosa entonces tengo que hacer para no ser lo que soy y para que las cosas no sean lo que son? La gente me dice “bueno, ok, las cosas están mal, pero estaban peor. Propón algo entonces, ¿cómo pueden ser las cosas? ¿qué otro sistema político podemos tener? ¿Cómo serían las cosas?
¡No lo sé! ¿Cuál es el problema, por qué tener miedo de no saber?
Lo que sí sé es que la duda, el cuestionarme a mí misma y al otro no puede terminar, porque ese día estaré muerta. Lo que me sospecho es que hay que señalar lo que es mentira. ¿Que cómo deben de ser las cosas? Pues así como son no.
Y por ello, primero que nada, he de dudar.

“Junto con los Grandes Intereses, esa equivocación estaba fundada en la gran mentira que sostiene e Régimen, el Ideal Democrático, que padecemos: la fe en que cada uno sabe lo que quiere y adónde va; en contra de lo que Cristo nos dijo desde la cruz, “no saben lo que hacen”, y de lo que Sócrates se pasó la vida demostrando, que nadie hace mal a sabiendas de que hace mal, ni hay más maldad que la estupidez”, dice Agustín García Calvo (Avisos para el derrumbe, p. 247).

Así que si tenemos intención de vivir (ya qué remedio): ¡Que no muera la duda!


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