viernes, 2 de noviembre de 2012

Para Agustín García Calvo

Nunca unas letras de un desconocido me habían provocado tantas cosas. Nunca la ausencia de alguien que, físicamente, siempre había estado ausente en mi vida, tantas lágrimas y risas y dolores de estómago.
Reconozco en mí la ignorancia. Muchas cosas no las sé, muchas no las he leído, ni oído ni visto. Muchas no las entiendo.
Escribo esto precisamente porque hay que decirlo.




La madrugada del 1 de noviembre tuve muchos problemas para dormir. Pensaba en la muerte, quizá por las fechas. Hace unos meses, andando de excursión en un cañón lleno de depósitos profundos de agua, fui a lanzarme a uno de éstos, sabiendo que no sé nadar. Teníamos que subir a la montaña y debía nadar. Medio nadé con mucha batalla. Empecé a hundirme. Nadé bajo el agua, pero era tan fría que no aguanté mucho la respiración. No había llegado a la orilla, ni había nada de qué asirme. "No voy a llegar", pensé. "Esta batalla no la voy a ganar", pensé. Y de pronto sentí un par de rocas y no sé cómo mis piernas se movieron, abriéndose, para darme apoyo y salir a flote. Acampamos una noche. Al día siguiente, teníamos que bajar, de nuevo, por ese depósito. Llegamos. Lo vi.
No quería volver a pasar por ahí. No quería, tenía miedo. El día anterior había sido malísimo, aunque nadie se dio cuenta porque llegué sana y salva, con mi careta de despreocupada. Ahí estábamos el agua y yo. "Ya qué".
Me tiré y me hundí. Ya sumergidísima, abrí los ojos: quería ver la luz de la superficie, pero no la vi. Después, levanté los brazos: quería sentir el aire, pero no lo alcancé.
Me seguía hundiendo. Y entonces, me dejé ir. Es decir, dejé de forcejear por salir, por respirar de nuevo. El agua es agua y es buena. Lástima que no tengo branquias ni habilidades acuáticas. Pero eso no le quita lo bueno al agua.
Me rescataron, obviamente. Sigo aquí, escribiendo. Tuve miedo, sí. Al salir y respirar de nuevo y sentir el agua en mis vías respiratorias, tuve miedo. Me fui a sentarme a una roca, bajo el sol, llorando. Sin poder ayudar a quienes venían detrás de mí a pasar por el depósito de agua. Inmóvil, con frío, no pensaba, sólo sentía el correr de la sangre otra vez, sólo apreciaba respirar.

Viene la anécdota a cuento porque tenía la cabeza hecha líos la madrugada del 1 de noviembre. Dormí poco, muy poco. Cuando desperté, me vino la noticia: "Murió Agustín García Calvo". Me quedé un rato más tirada en la cama. "Yo te quiero, Agustín", pronuncié bajito. Y me dejé llorar.

Agustín llegó a mi vida hace casi dos años. De oídas. Curiosa por naturaleza, el día que lo escuché nombrar, quise saber quién era y busqué en internet. No había mucho de él (después me enteré de la Editorial Lucina, en donde se encuentran digitalizados algunos textos de él y programas de radio).

Busqué en librerías: quién era este señor ¿por qué no encontraba nada suyo? Y en las librerías, nada. Hurgando en una y otra, de pronto, me encontré un único libro suyo: Del Lenguaje. Me topé por internet con algunos poemas escritos y otros musicalizados por Chicho Sánchez Ferlosio, Amancio Prada y Ciento Volando.
Los poemas me hicieron llorar también. Una pelusa en la garganta, en el pecho. Unas ganas de mirar al cielo, de meterme toda en el agua. De tirarme a la tierra, a la arena y dejar que se meta por todos lados. Ganas de ensuciarme, de llenarme del lodo de las orillas del río. De pisar la lama de las piedras redondas inmersas en él. Ganas de sonreír, de abrazar a mi madre, de suspirar. Ganas de hundirme en un mundo que siempre supe que estaba ahí, en sospechas, y que se me iba muriendo de mucho a mucho.

Creía que me gustaba la poesía. Y leí poetas. Y escuché canciones. Pero lo que leía no me dejaba ninguna opción. Un miedo muy profundo se me metió a los huesos: que la lengua era una cárcel, que ninguna palabra puede comunicar. Que era la condena irónica del hombre su lengua. Y desde entonces veía en cada retazo de literatura y de poesía cárceles abominables, sucias, tristes. Cárceles de símbolos extraños que no entendía y que en la escuela uno debía hacer como si realmente entendiese. Doble cárcel, doble condena.
Porque estudié Letras Hispánicas, y todo mundo sabe muchas cosas. Si algo no lo entiendes, es porque eres idiota. Pero no te preocupes: los críticos te ayudarán a descifrar. Y la crítica se volvió autoridad, arte, artimaña.

Toda esta farsa académica me permitía saber de golpe qué era lo que querían leer los maestros: así, tuve el cinismo de llegar a clases sin leer, dando opiniones oscuras, llenas de tecnicismos y pseudo eruditas que a veces eran alabadas. Así terminé con el mejor promedio de la generación. Y hay, no lo duden, quienes se van creyendo esta farsa, la mayoría. Por mi parte, sin humildad alguna, nunca me la creí. Siempre supe claramente que estaba mintiendo. Créanme, si hubiera podido hacerme la ciega, la sorda, la muerta, lo hubiera hecho. Me hubiera creído también que esa farsilla, esas mentiras, eran lo de cierto.

Pero nunca pude. Sí, la guerra para algunos es más obvia en todo tiempo. A otros se les forman callos en la piel y ya no sienten las espadas de la curiosidad aguijoneando en las costillas. Nunca pude y eso es un dolorcito que una carga por dentro. De pronto me di cuenta que no estaba de acuerdo con el sistema educativo, ni con las técnicas de enseñanza, ni con los maestros mismos, ni con la sociedad, ni con el dinero que había que pagar, ni con los libros que leía, ni con los críticos, y... temo decirlo, tampoco estaba de acuerdo con mis propios amigos (que no por ello dejan de ser amigos).

Pobres de mis amigos que me vieron peleándome con maestros. Huyendo de la Facultad, odiándola, escupiéndole. "No quiero volver ahí", les he dicho una y otra vez. Pobres de mis amigos que tuvieron que soportar mi soberbia y mis ganas de contradecirlos a ellos mismos, a los maestros, a todos. Pobres de mis amigos que caminaron a mi lado estando yo tan triste.

Una se va creyendo que no tienen remedio las cosas. Que así son y hay que aceptarlas y ya todo será mejor. Lo intenté, ya les dije. Pero aceptar las cosas como son trae mucho más dolor. Porque ya ni siquiera puedes sentirte viva. Porque ya ni siquiera vives, pues vida es lucha.

Así dejé el mundillo literario. Estudié una maestría en política. "¿Por qué? ¿Qué tienen que ver?", me preguntaban. Uno es político, uno es muchos, muchos conforman el uno si es que hay tal. La literatura y sus aires de arte y crítica te van matando las ganas de relacionarte con el mundo. Las ganas de ver y oír y hablar de verdad. Una se va enfrascando en jergas técnicas (metalenguajes les llaman), como un tratado de medicina al que nadie entiende. Lo mismo la narratología, la semiótica, las competencias, la visión holística, el estructuralismo, el deconstructivismo y sarta infinita de idioteces.

Lo mismo pasa con la política: se vuelve un laberinto terrible de nombres de teóricos y de protagonistas de los chismes diarios en periodicazos y noticieros y dejas de ser político para convertirte en un "líder de opinión", un "activista" o, si te va bien, en un "académico" que estudia la política encerrado en tu oficinilla con calefacción. Ni una ni otra ni otra escogí (y todavía me reclaman que con "mi gran preparación" no esté trabajando en una empresa reconocida o haciendo investigación; en cambio, no doy clases porque nadie me contrata ni contratará, que eso sí que me encantaría).


Pero las ganas de vivir nunca se me quitaron porque soy muy necia. Preferí siempre meterme al río que quedarme a leer un libro de semiología. Cada vez con menos frecuencia... eso sí. Ya más bien hablaba de cómo era tirarse al río y rememoraba esas veces en que me mojé en el río pero ya poco recordaba. Como recordaba muy poco también qué era sentir poesía, qué era literatura, qué era vida. Más bien hablaba de algunas cosillas que medio que me recordaban ese sentimiento.

Así llegó Agustín. Ya estaba yo cansada. Creía que este mundo con el que sentía mucha inconformidad, descontento, desazón y comezón, era lo único que había, y que todo eso de meterse al río y llenarse de arena y ver el cielo eran más bien imaginaciones mías, en mi mundillo cursi de fantasía.

Leí Avisos para el derrumbe que me prestaron, de Agustín. Más allá de usarlo para mi tesis de maestría, soy sincera y sin exagerar: El libro me dio vida. Se me metió muy dentro. Dicen muchos que Agustín es difícil de entender, que te quita toda certeza, que te deja solo y en desconcierto, que es chocante.
A mí, sus letras me dieron un abrazo de esos grandes y fuertes que te dan quienes te aman cuando no te han visto en mucho tiempo. Sentí que lo quería. Sentí que lo quería mucho. Me sentí acompañada.

En adelante, comencé a escuchar sus programas de radio por la página de la Editorial (www.editoriallucina.es), a leer los textos ahí vertidos, a dialogar sobre sus escritos, a esparcirlos para quienes se dejaran.

Agustín y la Realidad, el Dinero, la Televisión, la Muerte, Tecnodemocracia. Agustín diciendo "La Realidad no es todo lo que hay". Agustín partiéndome el corazón "En cambio, a los que no tienen Futuro, a los que no creen en el Futuro, ni de uno mismo ni del Hombre, a la gente corriente y medio popular, que siente todavía una llamita de vida posible en sus entrañas y su piel, que siente un hálito de razón en el lenguaje popular donde ella vive... a ésos todas esas profecías de los Ejecutivos de Dios les suenan a mentiras".

Así que esto era esa necedad que andaba yo dándole de palos para que se quedara quieta y me dejara entrar a ese juego perverso sin sufrimiento, hasta con gusto, como muchos gustan. Es una llamita de vida...

 La madrugada del 1 de noviembre, mientras yo recordaba mi posible muerte, Agustín fallecía.
A este remedo de vida en el que las horas se nos pasan yendo y viniendo por calles llenas de asfalto a hacer transacciones bancarias, no le veo el porqué. Como tampoco comprendo por qué me tiré a un pozo no sabiendo nadar. ¿Por qué nos tiramos a este enorme, pesado y profundo charco de mierda, sabiendo que no sabemos nadarlo?
Agustín vino a mi vida como esa mano que me sacó del agua turbia y fría en la que ya había decidido dejarme caer; como esa roca en donde me senté bajo el sol a respirar. A darme vida y amorcito.

No sé cómo terminar este texto. Una cosa, Agustín: Para mí, no has muerto; no te dejaré morir hasta que muera yo; y antes me encargaré de que alguien más tampoco te deje morir.



"Con muchas rosas de besos desde aquí, debajo de la tierra" (AGC).


Quise hablar de lo que Agustín me ha dado y no de su vida, pues esos chismes se los dejo a otros de diarios oficiales y tal; tampoco de su obra, pues preferiría que si ustedes, quienquiera me lea, tienen ganas de vivir, tomen mi invitación de leer los textos en Editorial Lucina (que por desgracia en México ni usted ni yo encontraremos sus libros impresos). ¡Alahé!

2 comentarios:

  1. Muy bonito tu recuerdo de Agustín. Por si no lo conoces de dejo este sitio. Todo es de Agustín. Seguro que te lo pasas muy bien en él. Salud.

    bauldetrompetillas.creacicle.com

    ResponderEliminar